El sábado salí a tomarme una cerveza con el ánimo de despejar la mente.
Terminé en un bar de barrio, de esos de mesas desvencijadas, música popular y bolirana electrónica. Es regentado por una matrona septuagenaria de una sabiduría que solo puede dar una infinidad de conversaciones de cigarrillo y la vivencia de una variedad de salidas en falso.
Los ánimos iban bien: la cerveza estaba fría, habíamos pedido pizza para evitar la borrachera y ya le estaba cogiendo el truco a tirar los balines metálicos. Sin embargo, la terrible maña de sacar el celular para revisar las redes sociales me terminó por agriar los tragos y hasta errar los tiros de bolirana. La propietaria del bar, con su omnipresencia festiva, no fue ajena a mi cambio de humor y me replicó con desparpajo mi irrespetuosa concentración en la pantalla del celular.
—Es una pendejada —dije.
—Entonces no le ponga cuidado, mijo —respondió—. Los bollos de mierda se deshacen solos, no se preocupe por eso.
La grosería, que escondía un consejo valioso, me sacó una carcajada. Aún así me dije que tenía que hacer algo para responder a la desastrosa columna del ex rector de la Universidad del Rosario, el desprestigiado Alejandro Cheyne, que decidió demostrar —una vez más— sus ánimos de resaltar a partir de una opinión de pataleta dinosaurica acerca de la ortografía en la era digital.
Quien lea esto dirá que me preocupo por bobadas. Es cierto. El asunto es que para mí el lenguaje se ha vuelto una obsesión al punto de que opiniones poco informadas, evidentemente retrógradas y populistas acerca de él me afectan de sobremanera. Y, con el riesgo de caer en un ad hominem, más aún cuando provienen de una figura tan cínica como el señor Cheyne.
Comencemos por el comienzo y lo digo así, con el riesgo de caer en un pleonasmo, porque así lo dice El Sombrerero, el reconocido personaje de Lewis Carroll, quien seguramente sabe dos o tres cosas más acerca del lenguaje y sus reglas convencionales que Cheyne y, por supuesto, que yo.
La columna en la Revista Semana empieza con una afirmación evidentemente cierta: “La inmediatez de la comunicación digital ha transformado nuestras formas de expresarnos”. Desde los pergaminos solo legibles por monjes enclaustrados, hasta cartas enviadas por mensajeros alados, nunca antes el lenguaje escrito había alcanzado un mayor uso que con la aparición de los medios digitales, desde los correos electrónicos y hasta los chats en tiempo real.
Por supuesto, y como cualquier otra forma de comunicación, la escritura digital se ha ido moldeando con los usos que hacen los sujetos con el fin de comunicar una idea o una sensación. Dadas las limitaciones propias de la palabra escrita, han surgido diversas soluciones para aquellos que no somos García Márquez para escribir frases con los adjetivos exactos para señalar lo que se siente estar frente a un pelotón de fusilamiento.
Los emojis, por ejemplo, salieron a resolver de una manera eficiente la necesidad de mostrar nuestras emociones (de ahí su nombre) visualmente cuando no podemos apoyarnos en expresiones físicas para ello. Hemos llegado al punto de que enviar un mensaje sin acompañarlo de alguna “carita” parece seco y hasta irrespetuoso. De hecho, y ya que a Cheyne le cuesta tanto entender su uso al final de una oración, el “xd” es un signo que nació para precisar ironía o sarcasmo, en lugar de tener que recurrir a expresiones pomposas y poco eficaces para dar significado en una conversación casual y rápida a través de un chat en línea.
Más recientemente han aparecido los stickers como un apoyo visual todavía más personalizado, pero mejor no nos metemos por esos caminos sinuosos, porque al señor Cheyne le da un patatús si ve otra forma novedosa de comunicación.
Ahora, parece que la preocupación central de Cheyne es la abreviatura de muchas palabras a la que nos ha llevado la escritura digital. Y como a él le gustan las preguntas, le propongo las siguientes: ¿es incorrecta la aspiración de consonantes y eliminación de vocablos propios del acento costeño, andaluz o canario? ¿Está errada la RAE (esa que a usted tanto le gusta) cuando hizo un listado de abreviaturas comunes en el español y que incluye, por ejemplo, el “a. de C.”, la “admón” y el “Cía”?
El problema radica, entonces, en la apreciación despectiva que hace el señor Cheyne acerca de este “nuevo lenguaje” al decir que la ortografía “no puede ser reemplazada por secuencias de caracteres simplificadas que debilitan nuestro proceso de enseñanza-aprendizaje y la comprensión de la cultura de nuestra sociedad”, pues la verdad es que él es quien no es capaz de ver que esta evolución del lenguaje también hace parte de nuestra cultura y su comprensión, y que si tal vez él fuera menos estricto podría intentar aplicar esos carácteres simplificados en procesos de aprendizaje.
Sin embargo, un apartado de la columna sí me gustó. No porque lo que diga es cierto (porque no lo es), sino porque tiene una ironía que me sacó una sonrisa. Y es que después de su pataleta por el uso del lenguaje que hace la juventud, señala que necesitamos “una innovación pedagógica para cuidar nuestra ortografía”. Tan solo para decir a renglón seguido que su propuesta de “innovación” es volver a las planas interminables, a la repetición de memoria de reglas superadas y a llevar un diccionario debajo del brazo por si las moscas. Todo un visionario el señor Cheyne.
Como yo no me las sé todas en temas de lenguaje, ni lo pretendo como otros, mientras la propietaria del bar me destapaba otra cerveza y esperaba mi turno para seguir mi triste partida de bolirana, desboqué mi indignación en una de las personas con las que más he reflexionado acerca de la palabra y sus usos: el profesor de argumentación jurídica que tuve en el primer semestre de la carrera.
Él, con una capacidad de síntesis de la que carezco, me dijo que la columna se podría resumir en dos argumentos: tradición y nostalgia. Es decir, que toca seguir escribiendo como le gusta a Cheyne porque así ha sido siempre y porque a él le gusta recordar sus lecciones del colegio. El tema es que ambos argumentos apelan a las emociones y, por consiguiente, son falaces.
Pero aquello no se me hace extraño, esos argumentos son los que ha utilizado él a lo largo de su (mediocre) carrera. Por eso tocó sacarlo casi que a patadas de la rectoría de una Universidad que ahora sufre con sus errores (mucho más graves que cualquier “error de ortografía”) y por eso ahora se la pasa escribiendo columnas vacías en cualquier pasquín que le de un espacio para ganar clicks.
No sé si en alguna oportunidad Cheyne lea esto, porque tal vez mis palabras no lleguen hasta el embalse de Tominé donde seguramente está disfrutando de la jugosa liquidación que hubo de pagar la Universidad para que se fuera. No me importa. Ya saqué mi rabia y espero que no vuelva a publicar tonterias los sábados, porque no pienso volver a amargarme una buena cerveza en ese bar de barrio que tanto me gustó.
16 comentarios
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